jueves, 25 de febrero de 2010

Televisión, hombre y realidad

Ponencia presentada en el 2do. Congreso de RedCom Argentina. "La comunicación en el siglo  XXI" ,  Universidad Nacional de Lomas de Zamora, (Argentina), 21 al 23 de septiembre de 2000. Viene acompañada de un video que produje por aquél entonces, momento en el cual el reality show explotaba en las pantallas argentinas, con ayuda de mis compañeros de trabajo de Canal 26.




1.1. La necesidad de representar

Desde el comienzo de la Humanidad, el hombre necesitó de símbolos para comunicarse. Ese es el rasgo que lo diferenció de los animales: la capacidad de reemplazar los objetos por representaciones de ellos para poder trasmitir una idea, el objeto de separó de su misma representación. Las pinturas rupestres halladas en Altamira, y la Cueva de las Manos, en nuestro país, prueban la primitiva necesidad de expresión humana. La evolución del lenguaje, gestual primero, oral después y finalmente escrito, marcó un nivel de abstracción cada vez mayor.
Paulatinamente, el hombre empezó a aceptar que los símbolos formaban parte de su vida, y el universo simbólico se interpuso entre el hombre y la misma realidad, al punto que no se pudo acceder a ella sino a través de los signos. 

La invención de la Imprenta trajo consigo una mayor separación del autor y su obra, por tanto, una distancia entre el contexto de la creación del mensaje y el acto de recepción. La genial creación de Gutemberg alteró la relación del hombre con el conocimiento: los discípulos no dependían tanto de los maestros para acceder al conocimiento. De ahí a la libre interpretación de los textos, hubo un paso. El Renacimiento marcó la autonomía de la obra escrita respecto del férreo control de la autoridad eclesial. Se generalizó la libre interpretación de los textos sagrados. Respecto de la imagen, también en el Renacimiento se desarrolló  el uso de la perspectiva, que permitió a los pintores conseguir, por medio de la representación bidimensional, la ilusión del espacio tridimensional. Asimismo, la exploración de la anatomía condujo a un mayor entendimiento de la representación de la forma humana. En el plano intelectual, la revolución de las ideas y luego la Revolución Industrial, con la maquinización y la producción en serie, empujó al hombre medieval a buscar evidencias materiales más allá de las creencias y fundamentos controlados por la Iglesia. El hombre dejó la seguridad de las concepciones metafísicas de la Edad Antigua para procurarse un nuevo cuerpo de conocimientos con instrumentos más “realistas”: el hombre comenzó a confiar más en sus propios sentidos y en la tecnología. La carrera tecnológica de los siglos XIX y XX fue crucial para los medios audiovisuales. Si bien los fundamentos de la fotografía estaban en el principio de la cámara oscura desarrollado por los griegos en el siglo IV a.C., recién en 1820 se logra fijar la imagen en un soporte sensible. La invención de la fotografía dio pie a la creación del cinematógrafo de los Hermanos Lumiere, que por 1895 realizaron sus primeras proyecciones en París. La radio en 1920 y el cine sonoro y en colores, pocos años después, acercaron más la representación a la realidad. Pero fue la televisión la que agregó un elemento fundamental a la representación: la transmisión en vivo.


1. 2. Creer en lo que se ve: lo verosímil

Las primeras proyecciones del cinematógrafo de los hermanos Lumiere muestran  personas saliendo de una fábrica, la llegada del tren a una estación, es decir, imágenes de la vida cotidiana. Se puede decir que el primer cine fue de carácter documental. Y lo que atrajo a las multitudes a esas proyección pioneras no fue lo que veían (porque lo vivían todos los días y no tenían nada de extraño) sino el hecho de que esas escenas aparecían “mágicamente” delante de sus ojos: la realidad empezaba a ser espectáculo. Para Edgar Morin,
“una primera curiosidad se dirigía al reflejo de la realidad”.
Pronto fue necesario crear el cine de ficción, no bastaba con mostrar o que se veía todos los días. Fue entonces cuando apareció un mago, George Melie, y creo sus primeras películas con efectos especiales, con aventuras tan insólitas como “Un viaje a la Luna”. Desde ese entonces, se desarrolló un vínculo entre el espectador y el film: el director se comprometía a llegar a un grado cada vez mayor de verosimilitud (imágenes en movimiento y, con el tiempo, en colores y sonoras) y el espectador se dedicará a suspender por un rato su incredulidad, y creer en lo que ve.
Este fenómeno de la “impresión de realidad” ha marcado el vínculo que el hombre del siglo XX desarrolló con las imágenes: primero con el cine, y luego, más acentuadamente, con la televisión. No importa de lo que se trate (realidad o ficción), el sentimiento de credibilidad es el mismo. Para Christian Metz, el film proporciona al espectador el sentimiento de asistir directamente a un espectáculo casi real. Desencadena en el receptor un proceso a la vez perceptivo y afectivo de participación. El movimiento le otorga a los objetos representados un grado de realismo y corporeidad, y el espectador tiene la presencia real del movimiento. A eso se debe sumar el grado de realidad que proviene del espectador, de las proyecciones e identificaciones que se mezclan en la percepción de un film. “Las imágenes parecen presentarse como si procediesen directamente de la naturaleza, intentando ocultar su auténtico carácter convencional” (Barthes).

Tanto la fotografía como el cine comparten un rasgo fundamental con todo signo: “la presencia de la persona o cosa que, sin embargo, están ausentes” (Morin). Esta presencia de lo ausente se hace evidente tanto en un texto escrito como una imagen fotográfica, fija o en movimiento. Si la imagen fotográfica remite a un objeto del pasado, algo que fue (y por tanto tiene un poder proyectivo débil), el cine, con el movimiento, muestra algo que está sucediendo al mismo tiempo que es visto (Barthes). El rasgo diferencial que le otorga el movimiento al signo fílmico es un efecto de realidad, que hace por unos momentos perder la conciencia de que se trata de una intermediación, de un artificio. Con el texto escrito, las señas o el lenguaje oral se tiene la presencia de un símbolo, un índice de la realidad. Pero con la imagen en movimiento se tiene la presencia del objeto mismo desarrollándose delante de los ojos del receptor, aunque se trata de una convención, como cualquier símbolo. Este grado de realismo reduce el esfuerzo de decodificación del espectador, al punto que logra confundirlo con la propia realidad.

 

2. La “impresión de realidad” de la TV en vivo

La pantalla chica supo explotar desde el principio la característica que lo diferenció de su hermano mayor, el cine. Lejos de los lentos procesos químicos de revelado y positivado, que llevaban meses de trabajo, la TV encontró su propio lenguaje y razón de ser en las transmisiones en vivo. Y desde ese entonces se atribuyó el deber de estar en todos lados simultáneamente: una lucha contra el tiempo y la distancia. Nos llegan imágenes de distintos lugares del mundo, a una velocidad cada vez mayor, gracias a los satélites y a la globalización en las comunicaciones. Desde el formato periodístico, la transmisión en vivo agrega un plus informativo fundamental: se asiste al acontecer de los hechos al mismo tiempo en que ellos ocurren, sin pasos intermedios, sin cortes ni ediciones. Si en el cine el espectador tuvo la presencia real del movimiento, en la televisión, además, tiene la presencia real de lo que está sucediendo en ese preciso instante en algún lugar del planeta. Se presenta el directo como si pudiera abolirse la distancia entre los hechos y sus representaciones (Lipovetsky), y el vértigo de la información no deja espacio para el análisis de esos acontecimientos. El bombardeo incesante de imágenes y sonidos crea la sensación de estar en contacto con la realidad y no con representaciones de ella. La televisión no sólo transmite hechos de diversos lugares del globo, sino que ordena el espacio y contribuye a proporcionar a los espectadores un elemento de ordenación del mundo, un principio de perspectiva organizada sobre lo real (Pérez Tornero, 55).

El rol que la tecnología jugó en la televisión atravesó por dos etapas: antes (en lo que Umberto Eco denomina la “paleotelevisión”), el artificio permanecía escondido, no se veían las cámaras ni los micrófonos, no se apelaba al receptor en forma directa. En los últimos años, la “neotelevisión” siente la necesidad de mostrarse como productora de acontecimientos: se ven las cámaras y los micrófonos, los conductores de programas apelan directamente al público tratándolo de “usted” Este curioso rasgo, de llamar en singular al público de la televisión, que se sabe masivo, fue denominado por Pérez Tornero como “subjetivización colectivizante”.
Pero este acto de pseudo-sinceramiento del artefacto televisivo no es total: esconde el grado de manipulación que ejerce sobre la realidad que está reflejando. Esta manipulación responde a las características propias del código televisivo: durante las transmisiones en vivo la cámara elige uno de varios puntos de vista, el hecho a ser reflejado tiene que involucrar a mucha gente y debe responder al interés de determinado grupo social, la transmisión debe ser breve y sintética. ¿Qué pasa con lo que deja afuera la TV? “Sólo el territorio visitado y hecho visible por la televisión concierne a la conciencia pública, aquello que escapa a su ojo escrutador se hace irrelevante” (Pérez Tornero, 54).

El tiempo juega un papel fundamental: se trata de estar en varios lugares lo menos posible, se toman varias muestras, entrevistas breves en caliente, para ir luego a otro sitio que demande el interés periodístico. Un asalto con toma de rehenes se vuelve más interesante que un corte de ruta o una manifestación de vecinos que piden justicia o que quieren que instalen agua corriente en su barrio. Las decisiones de la producción de un noticiero influyen directamente sobre la realidad que la pantalla muestra, y esas decisiones tienen en cuenta a los otros medios: quién llega primero al lugar, qué canal arroja las primeras imágenes sobre la pantalla. El objetivo que persigue la información en televisión con las transmisiones en vivo se ha puesto un objetivo concreto y al alcance de la mano: llegar primero al lugar de los hechos. Si lo logra, habrá conseguido algo periodísticamente valorable y reconocido. Pero esa conquista quedará olvidada apenas se produzca otro hecho en otro lugar, y se libra nuevamente la batalla por atravesar las distancias y llegar primero. El hábito de ir de suceso en suceso hace olvidar el anterior y pensar solamente en lo que está sucediendo, y las referencias al pasado sólo se hacen para relacionarlo con el hecho presente, establecer similitudes y diferencias, y, si es posible, imaginar cuál puede ser el desenlace de la situación. Los medios instauraron el concepto de “actualidad”, que no es sólo una categoría temporal, sino valorativa, cualitativa, que aparece como desbordamiento del presente y como consecuencia de su saturación, de su amplificación (Pérez Tornero, 60) 

Pero también crearon en el público la demanda de estar permanentemente en contacto con la realidad. ¿Que consecuencias tiene esta este paradigma de la actualidad desarrollado por la televisión? Los cambios se aceleran y se multiplican creando brevísimas y fulgurantes cadenas de acontecimientos y reacciones que –en otra época- hubieran tardado años en desplegarse (Pérez Tornero, 61). Basta pensar en el poder de movilización social que producen las transmisiones en vivo de una campaña por los inundados del norte del país, una entrevista al familiar de una persona que necesita un órgano con urgencia, los denominados “escraches mediáticos” a un funcionario o ex funcionario que no fue condenado por la justicia. Todo ello sin pensar las reacciones institucionales que producen las investigaciones televisivas que denuncian situaciones o funcionarios corruptos.
La realidad no es la misma desde que la televisión se ha instalado en la sociedad. Por esa razón los mismos canales publican sus números telefónicos para que la gente haga sus denuncias, que cuenten con las cámaras para concretar su reclamo, allí donde no va el Estado y las instituciones, van las cámaras. El mismo público se vuelve protagonistas de lo que muestra la pantalla.


3.1.  Televisión y escenas de la vida cotidiana

La intervención del público en la televisión, ya no en calidad de espectadores, data de 1967, cuando el conductor estadounidense Phil Donahue invito a la audiencia a debatir y entrevistar a personajes. Desde ese entonces, con formatos que rozan el periodismo amarillista, se ha incluido en los noticieros las “historias de vida” o notas de contenido humano, donde el valor informativo fundamental es que se trate de una auténtica vida de alguien común y corriente. En la década de los noventa, en la argentina, se desarrolló otro formato del país del norte: el reality show: donde personas desconocidas pasan a ser conocidas por hablar ante las cámaras de sus problemas de pareja, crisis familiares, adicciones o dificultades de comunicación. Sucesos que pasan en la intimidad del hogar van a ocupar un estudio de televisión. Los hechos más inverosímiles ocurrieron en un estudio: desde confesiones de infidelidad matrimonial, hasta la declaración de un homicidio, sin pasar por alto los escándalos desatados entre las estrellas de la pantalla, que como una forma de mantenerse en los medios se pelean, se reconcilian y se vuelven a pelear en la TV. Uno de los efectos directos de esta exposición excesiva ante las cámaras es que se pierde de vista el motivo original por el que se está en la TV: no se sabe si los famosos lo son por otra actividad ajena a los medios y por esa razón van a los canales, o si personas desconocidas se hacen famosas por estar en la televisión. La TV cumple una función concreta: conferir status, se es importante por el simple hecho de estar en televisión (Lazarfeld y Merton, 1948). El reality-show es una mezcla de géneros: “es el género  que aúna los ingredientes semióticos fundamentales del concurso y de la serie, pero además aporta la verosimilitud -en cierta medida copiada de los modos de proceder de los informativos- que le da el que sus actores proceden del mundo real” (Pérez Tornero, 127). De esta forma, el reality se va más allá para buscar lo verdadero, intenta superar las falsedades de los otros géneros. “Lo real entra dentro de lo convencional, y se alarga y estira en forma seriada” (Perez Tornero, 127). Con su capacidad de crear acontecimientos reales a voluntad, la TV toma parte de ese referente real que son las personas que van a los estudios a mostrar su vida, luego organiza y da forma a esa realidad para que sea de interés del público y –si el tema se presta- lo fuerza hasta el hartazgo para mantener el interés del televidente la mayor cantidad de emisiones posible. El precio que se paga es el de la repetición y, cuando el tema ocupa muchos programas, se pierde de vista el origen del problema que llevó a esa persona a exponerse ante el público. Pero eso ya no importa: una vez que la historia de esa persona pasó a formar parte del discurso televisivo, adquiere su plasticidad, su flexibilidad y capacidad de adaptarse a las transformaciones que requiere la programación seriada del reality. Otra característica distintiva de este formato es la disolución del espacio exterior: todo ocurre dentro del estudio de televisión, lo que importa verdaderamente es lo que sucede dentro de él. Por eso mismo, no tienen importancia los decorados ni las características del estudio: lo que realmente vale son las declaraciones, las miradas, las reacciones, las palabras de los actores que intervienen, y el papel de moderador que asume el conductor del ciclo.

En los últimos años las cámaras salieron de los estudios, donde todo parece más artificial y armado, para ocupar su lugar en los hogares de la gente, que acepta que transmitan su vida privada en vivo, las 24 horas. Desde 1995, un formato originado en la televisión sueca se ha expandido en toda Europa: “Expedición Robinson” con cámaras apuntando desde todos los rincones, muestra a un grupo de personas arrojados a la situación extrema de sobrevivir en una isla desierta con mínimos recursos. Otro de los formatos originado en Holanda y que luego ha impactado en Alemania, España, y más tarde en Estados Unidos es “El gran hermano”: un grupo mixto de personas seleccionadas previamente que viven en una casa preparada a tales fines, con cámaras  instaladas en todos los sitios, para transmitir en vivo de los momentos más comunes hasta los más íntimos. En ambos formatos, uno de los participantes, de acuerdo a la decisión del público o por la falta de resistencia de sus compañeros, resulta ganador, y además de la fama, se alza con un premio en dólares. Se trata de una mezcla de géneros tradicionales: la interrelación de los participantes hace las veces de una novela o culebrón, la exposición constante a las cámaras remite al show, y la participación del público, que desde su casa desata el costado más morboso del fenómeno al elegir quién se queda y quién se va, es similar a la de los concursos por TV.
Pero más allá de sus características, el rasgo fundamental de este tipo de programas, con desembarco inminente en la Argentina de la mano de la empresa Telefónica, es que se transmite en vivo, las 24 horas el acontecer de la vida humana. Sin muchos momentos de tensión, la rutina y el aburrimiento copan las pantallas. Pero los números del rating indican que es una tendencia en crecimiento: sólo en España, “El Gran Hermano” cautiva a 12 millones de espectadores, tanta gente como la que votó al Presidente Aznar en marzo de 2000.

3.2.El Gran hermano te vigila

El nombre del ciclo “Big Brother” está inspirado en la novela de George Orwell “1984”, que cuenta las peripecias del protagonista, Winston Smith, quien vive en una sociedad controlada rígidamente por el Gran Hermano. Desde cada rincón de la ciudad, una fotografía de su líder, que da la sensación de que en cualquier lugar donde uno se encuentre está siendo observado por sus ojos escrutadores, es rematada al pie con la sentencia “El Gran Hermano te vigila”. La novela de Orwell  parece haber inspirado al estructuralista francés Michel Foucault cuando escribió “Vigilar y Castigar”. Allí habla de un ejercicio novedoso del poder no como aparato de imposición de ideología, sino como un dispositivo que es interiorizado por el individuo que se expone todo el tiempo al ojo de control. Foucault apela a un modelo de organización llamado “panóptico”, una figura arquitectónica de un tipo de poder extraída del filósofo Jeremy Bentham. El panóptico de Bentham es una máquina de vigilancia en la que desde una torre central se puede controlar con plena visibilidad a todos los individuos para que se comporten positivamente. Pero estos individuos no pueden ver a quien los mira, es eso lo que define quién tiene el poder y quién no. En “1984”, Winston no puede ver al Gran Hermano o a quien lo vigila, es más: sabe cuáles son las caras, los gestos y  las formas de hablar esperadas por el sistema, y ensaya su número de la obediencia frente a la telepantalla para satisfacer a quien lo estuviera mirando, si es que en ese entonces había alguien observando (de eso se trata el dispositivo de poder desarrollado por Foucault: sentirse vigilado todo el tiempo). Mirar es controlar, y el que puede ver es el que tiene el poder. La televisión, con su estructura de medio masivo, invierte el sentido de la visión. El filoso Etienne Alemannd habla de un “panóptico invertido”, porque esta vez los vigilados pueden ver sin ser vistos, y el dispositivo de vigilancia no funciona sólo por control disciplinario, sino por fascinación y seducción. Para Allemand, la televisión es entonces una máquina de organización y de ejercicio del poder. Ese ejercicio de poder se transforma en una forma de interrelación: tanto observador como observado saben de qué se trata. La película de Peter Weir “The Truman Show”, estrenada en Argentina en 1998, muestra la vida de un personaje trasmitida en vivo por TV desde antes de nacer. Sus padres, esposa y amigos son actores de la gran farsa. La diferencia está en que él no lo sabe. Ese ejercicio de poder no es compartido por el protagonista, porque no sabe que lo están vigilando. Esa es la razón que lo empuja a buscar la verdad más allá de lo establecido, y en definitiva, a rebelarse y partir. Lo que resulta interesante del film es la forma de manipulación que opera sobre el protagonista. Para que Truman no se escape de la isla donde se desarrolla el show, se apela a un suceso de la ficción: su padre se ahoga en el mar, y de ahí en adelante, el protagonista tendrá fobia al agua. Para poner fin a una crisis, su padre vuelve a la vida a través del argumento de la amnesia y se reencuentra con su hijo que ya empieza a sospechar de la farsa. Se vuelve al concepto de ejercicio de poder: el artefacto televisivo organiza la realidad y apela a los recursos más extremos para lograr su cometido. El show debe continuar...


3.3. Un fenómeno que se multiplica

Transmitir vidas privadas en directo es una tendencia que ya se observaba en Internet. En algunos casos se llega a límites que rozan lo ilegal. Por ejemplo, en la Argentina funciona el sitio en Internet de una banda de delincuentes que, antes de estar presos se especializaban en golpes comando. En una cárcel de Arizona, Estados Unidos, 4 telecámaras se encargan de mostrar la vida privada de los prisioneros durante las 24 horas, contra la voluntad de los reos. Otro es el caso de Richard Hollingsworth, un estadounidense enfermo de Sida que, a raíz de las limitaciones físicas provocadas por la enfermedad, no puede recorrer el país para dar conferencias sobre el tema, y recurrió a una webcam para transmitir su vida las 24 hs. y mostrar cómo es convivir con el virus.

Actualmente existen unas 10.000 webcams transmitiendo en vivo y en directo desde distintos lugares del planeta, y en el último año se vendieron cerca de un millón de estos aparatos. ¿Qué es lo que ha provocado esta necesidad de aparecer ante las cámaras, sin ser un famoso, un gran deportista o una estrella de rock? Sin duda, la explicación se encuentra en el desarrollo tecnológico, que ha permitido el acceso cada vez menos restringido a los medios de comunicación. La sentencia de Mc Luhan “el medio es el mensaje” cobra cada vez más actualidad: lo que se transmite, en definitiva, no es la vida de tal o cual persona, organizada en un ciclo televisivo o desde la soledad de una webcam hogareña, sino que el verdadero mensaje es la omnipresencia de la televisión, que viaja por el espacio, no respeta territorialidades ni diferencias, y ofrece sobre una misma pantalla pedazos de realidad de distintos puntos del mundo. Una apología tecnológica que utiliza a seres desconocidos para perpetuar su sistema de producir celebridades por el sólo hecho de estar delante de una lente. Se han derribado las barreras de la vida privada y no queda nada por mostrar, y ese acto de poner de manifiesto lo que no se debería mostrar es lo que vuelve al fenómeno tan atractivo. Basta un ejemplo: una encuesta publicada por el diario El Mundo de Madrid dice que el 70 por ciento de los consultados considera a “Gran hermano” una inmoralidad, pero cerca del 30 por ciento de sus habitantes no se pierde una emisión del ciclo.

Gracias a la tecnología, cada vez es más fácil cruzar el límite que separa al público desconocido de las celebridades. Esta tecnología otorga un poder tanto a los que miran como a los que quieren ser mirados. Para los que miran, el acto de observar se transforma en un ejercicio de poder, la sensación de controlar la vida de quien aparece expuesto a la pantalla las 24 horas, el sentimiento de que nada de lo que haga estará fuera de su alcance, entonces mirar se vuelve sinónimo de dominar. Y para los que quieren ser mirados, una pequeña cámara puede cumplir su sueño de poder:  el deseo irrefrenable de ser famoso, de ocupar aunque sea por un instante el espacio estelar de los ídolos de la televisión.

4.1. El fenómeno de la estrella de TV

Desde sus comienzos, el cine, con su capacidad de representar la realidad humana delante de los ojos del espectador, ha explotado el mito del doble. Para Edgar Morin, el doble “tal vez sea el único gran mito universal”. Esa imagen casi perfecta, casi idéntica a la realidad le ha servido al hombre para proyectar sobre ella las cosas que no puede ser en la realidad: “en esta imagen fundamental de sí mismo, el hombre ha proyectado todos sus deseos y temores, al igual que su maldad y bondad” (Morin, 35). El cine funcionó desde siempre con dos mecanismos psicológicos principales: el de proyección (el espectador hace catarsis de sus enojos, alegrías, angustias y agresividades a través de los personajes del film) y el de identificación (el espectador asume la piel de los personajes y quiere vivir como ellos, al menos durante el tiempo que dura el film). El espectador tiende a identificarse con el héroe o la víctima de la ficción, y proyecta hacia el villano todo su odio y agresividad. Se traducen en el film todos los sentimientos que lo acompañan en su vida real. Y también el espectador puede soñar una vida ideal, y cumplir esa fantasía a través de los personajes de la ficción. La pantalla, además de reflejar en parte el mundo real, se transforma en un espacio abierto a los deseos, a la imaginación y a la fantasía. “El cine refleja la realidad, pero es también algo que nos comunica con el sueño” (Morin, 15).

En esta relación de tipo psicológica que el cine estableció con sus espectadores, fermentó el fenómeno que nació en Hollywood en la década de 1920: el star system. Con el fin de salvar a la industria cinematográfica que se encontraba en decadencia, un grupo de productores de cine nucleados en aquella localidad de California, dio forma al fenómeno de la star: el o la protagonista del film debía tener cualidades que los demás quisieran poseer (belleza, virtud, valentía, fortaleza física, bondad, éxito), y se desarrolla un vínculo personal de identificación con el espectador. Toda una industria se monta en torno a un producto netamente audiovisual: la estrella de cine. A partir de ese entonces, el valor de muchas películas (o la mayoría) depende de tal o cual actor principal. Es más: de parte de la demanda, el espectador va a ver la última película de un actor determinado, y pasa a un segundo plano el director o el productor del film. La estrella se ha transformado entonces en un producto comercial, a través del cual se ofrecen y se demandan historias. El fenómeno se traduce en un variado merchandising de su vida privada: fotos autografiadas del ídolo, cartas, imágenes exclusivas en las revistas del corazón, declaraciones confidenciales, muñecos con sus rostros. El club de fans se transforma en una institución, y se encarga de proveer desde cartas con un beso estampado de la propia boca de la estrella, a mechones de pelo, retazos de camisas, pañuelos, hasta los más inverosímiles objetos de uso de los ídolos. Además, el club de fans tiene la misión de exaltar las virtudes de la estrella: organiza campañas para juntar alimentos para los pobres, se organiza para ayudar a niños enfermos, todo bajo la tutela benévola del ídolo.

Las fotografías de la star cumplen una función fundamental: cuando la imagen en el cine es fugaz y solo impresiona por fracciones de segundo la retina de los admiradores que se encuentran en una situación colectiva, la fotografía se transforma en un fetiche que le da la posibilidad al fan de poseer físicamente a la estrella en una apropiación privada. Esto se acentúa si esa fotografía está autografiada, le aporta una rasgo de mayor originalidad y personalidad a la imagen, que se sabe reproducida mecánicamente (Morin, 46).


4.1. La religión estelar

La estrella se transforma en un modelo a seguir, en un semidios, porque encierra las virtudes que cualquier ser humano quisiera poseer. ¿Y cómo contagiarse de esos dones? Eso también lo previó el sistema. En una especia de religión montada alrededor de la estrella, sus seguidores se reúnen asiduamente en los templos que son los clubes de fans, y pueden comulgar, ser como su dios, consumiendo los objetos que son parte del ídolo: fotografías, autógrafos, remeras con su imagen estampada, pedazos de ropa, objetos de uso personal, artículos de diarios y revistas donde aparece la estrella, y todo lo que pueda imaginar el fan. En lo que se puede considerar una práctica litúrgica, se cantan sus canciones, se recuerdan sus películas, se recitan sus letras, se memorizan los gustos personales de su ídolo, el perfume que usa, la música que prefiere, lo que hace en su tiempo libre. Se desarrolla entonces una especie de amor trascendente, una amor platónico. Pero ese rasgo de irrealizable no quita que existan las más sublimes muestras de amor, como por ejemplo dar la vida por la estrella, en el caso de las fans que se han llegado a suicidar por no poder asistir al último recital de su ídolo. Otras muestras no tan extremas de ese amor incondicional hacia la estrella son los interminables días de cola que los fans hacen en un estadio para asistir en primera fila al espectáculo de su ídolo. Es un vínculo especial que se desarrolla a la distancia. El fan sabe que nunca podrá estar a solas con su estrella, si bien es lo que más desea.

Sabe que se tiene que acostumbrar a un consumo colectivo de su ídolo, deberá compartirlo con otros. Sabe que la estrella, por propia definición está en una condición superior, allá arriba, y nunca podrá bajar a su nivel. Cuando esto sucede, se produce un desborde total. Las veces que algún fan accedió a “tocar“ con sus propias manos a su ídolo, no pudo contenerse y se abalanzó sobre él, trató de arrancar un pedazo de su ropa, un rizo de su cabello, o tal vez intentó guardar por un momento su perfume. El fan nunca está preparado para estar con su ídolo, lo posee el sentimiento de “no poder creerlo”, de haberlo deseado todo el tiempo, estar ahí y no saber qué hacer. Lo que lo descoloca es que, por primera vez, su vínculo no está mediatizado por una cámara, una pantalla o una fotografía.


4.2. Estrellas fugaces

El fenómeno de la estrella, originado en el cine, se ha trasladado en forma intacta a la televisión, que lo supo aprovechar al máximo, con un factor extra: la fugacidad. Dado por la mayor velocidad y el bombardeo constante de la información televisiva, las estrellas no escapan a la corta vida que les depara la pantalla chica. Los ídolos nacen de la nada en cuestión de semanas, a fuerza de una sobre-exposición marcada se imponen como producto audiovisual, y cuando ya no queda nada nuevo por mostrar, mueren silenciosamente cuando dejan de ocupar horas en las programaciones televisivas. Mientras las estrellas del cine tienden a ser eternas, la TV cultiva sus estrellas fugaces. Esta velocidad propia del discurso televisivo deja ver su función de constructora de ídolos. El nacimiento y la muerte de las estrellas se explica por el efecto de saturación. La televisión, en un determinado momento, descubre un territorio simbólico que le es propicio y lo sobreexpone en cuanto programa pueda. Luego, la competencia de las cadenas de televisión hace que el mismo fenómeno aparezca repetido en todos los canales, y de pronto la pantalla se llena de elementos simbólicos similares. Sobreviene entonces el rechazo por saturación, y la TV marcha hacia la conquista de un nuevo territorio (Pérez Tornero, 131). Esto no sucede sólo con los géneros de programas (cabe pensar en los talk-show, que comenzaron en un solo canal, y con el tiempo, el formato está presente en todas las señales de aire), sino también con las estrellas. Y más aún, como se trata de personas que reúnen ciertos atributos, son más flexibles, y se prestan a estar en cualquier tipo de programas.

No importa el formato donde se presente, su halo de estrella la acompaña y contagia a quienes la rodean. Puede hablar de política, puede hacer periodismo, realizar algún deporte, dar consejos para vivir bien, puede hacer lo que quiera, porque lo realmente importante no es lo que dice, sino el hecho de que su imagen carismática esté allí para decirlo. Una consecuencia directa de la saturación estelar de la televisión es el efecto de familiaridad que provoca en el receptor. Las estrellas son parte de la vida del televidente, ya que, gracias a esa sobre-exposición, conoce todos los detalles de su “vida íntima”. Trata con las estrellas como si fuera un familiar o alguien muy conocido, todo esto a través de la pantalla. Sumado a los mecanismos de identificación y proyección, el grado de familiaridad con los famosos genera con los espectadores un vínculo particular: no puede dejar de referirse a ellos porque todo el tiempo están ahí requiriendo su comentario, su respuesta; y conoce íntimamente a sus ídolos, lo que le permite identificarse con rasgos de su personalidad, o proyectar en ese mundo ideal las cosas que no puede ser en su realidad.

Por el mismo efecto de saturación, la estrella ocupará por un tiempo el lugar de los elegidos. Luego será olvidada y reemplazada por otra que tenga o los atributos necesarios. Barnizado de novedad, el vínculo con el receptor será el mismo. En el fondo, nada cambia.

5.1.  A modo de conclusión

Tanto la TV en vivo, como la transmisión de la vida íntima de desconocidos durante las 24 horas, como así también el fenómeno de las estrellas, tienen un rasgo común fundamental: el poder de construcción de la realidad que tiene la televisión. 

La transmisión en vivo es la característica que hace al medio ser lo que es, con una penetración cada vez más profunda en todos los rincones del planeta, y una rapidez colosal, que trae la información al minuto y permite ser protagonista de los hechos. Pero ¿de qué hechos se trata? ¿Son realmente importantes para la vida del espectador? ¿Qué grado de protagonismo tiene el espectador? No hay tiempo para pensar, porque el propio fluir de la información demanda seguir adelante, sin detenerse a reflexionar qué concepción del mundo encierra esa transmisión, desde qué lugar ideológico hablan los periodistas y los protagonistas del hecho, qué cosas quedaron afuera de esos minutos de exposición. Se pierde de vista que la información debe tener ciertas condiciones para aparecer en pantalla, y que una manipulación, más o menos manifiesta, opera sobre los acontecimientos para ser televisables.

En cuanto a las transmisiones de la vida íntima de perfectos extraños durante las 24 horas, luego de la fascinación inicial que provoca, ¿qué sucede?.  ¿Cualquier vida real es atractiva como para ser convertida en un libro, una película o un programa de televisión? ¿Qué significa el éxito de este tipo de ciclos: el advenimiento de un nuevo tipo de televisión o el agotamiento de la ficción?. En el film “The Truman Show”, el director del proyecto, al principio de la película, y a modo de apología de su creación, dice que el público está cansado de decorados, guiones y artificiosidad, que ahora prefiere vidas reales, aunque no tengan nada de atractivo, el hecho de que sean reales es su propio atractivo.

El fenómeno de las estrellas y los ídolos de TV exige otro tipo de lectura: la gente tiene tanta necesidad de creer en algo que trascienda su realidad, que basta que el artefacto televisivo le brinde una cara carismática para convertirse en un semidios. La televisión ofrece sus divinidades y gestiona la fe. La pantalla maneja la relación de los receptores con lo trascendente y a través de imágenes estereotipadas obtiene el consenso de  los ideales vigentes en el momento. Estos ideales se vuelven objeto de consumo individual, y allí se agota la relación del hombre con lo trascendente. Dioses de carne y hueso, que pasan a ser leyenda una vez que mueren, hacen pensar que lo trascendente no está tan lejos, y da lugar a nuevas religiones menos exigentes y más fáciles de practicar, a través de posters, canciones y visitas a lugares donde vivió o murió el ídolo.

El hombre contemporáneo mediatizado por la TV actualiza la crisis de autoridad que protagonizó el hombre del Renacimiento. Basado en el concepto de libertad de elección, el hombre rechaza todo tipo de autoridad que regule y de forma a la representación de ellos mismos. Durante la Edad media, esa función reguladora fue cumplida por la Iglesia Católica, que penalizaba con la excomunión y hasta la hoguera a quien no se ajustaba a las representaciones del hombre, con sus verdades rígidamente establecidas: el lugar del hombre en el mundo, su relación con lo trascendente, la obediencia ciega a los preceptos de la Fe. En la actualidad, la TV cumple ese rol de regulador de las representaciones del hombre: el paradigma del hombre contemporáneo informado es el que puede ver el acontecer del mundo con su control remoto, la pantalla muestra cuáles son los ideales del hombre contemporáneo, su ubicación como consumidor de productos (materiales o culturales) y su relación con lo trascendente.

¿Qué se perdió en el camino?. El contacto directo con la realidad. El hombre del Renacimiento, necesitó alejarse de los preceptos de la Iglesia y buscar la realidad por sus propios medios, percibirla con sus propios sentidos, creyendo que con la ciencia se encontraría cara a cara con la verdad. Entonces, comenzó a creer en la tecnología y su poder irresistible. Admiró su capacidad de llegar a todos lados y la incorporó como una extensión de sus sentidos. Pero este hombre de comienzos de siglo XXI no toma en cuenta que ese artefacto se ha vuelto tan gigantesco que ya la realidad no es la misma, ofrece una visión manipulada del mundo, a tal punto que ha perdido de vista un referente confiable para comparar y, en último caso, refutar sus representaciones. El hombre puede ser engañado por la tecnología: puede creer que eso que ve es la realidad, cuando no es más que una representación –más o menos perfecta- de ella. El gran problema es que el hombre ha confundido sus percepciones de la realidad con las que son mediatizadas por la TV, y lo peor es que prefiera a estas últimas en lugar del contacto directo con la realidad, que es más rica, matizada, cruda, compleja e imprevisible.

Se hace necesario comparar las percepciones de la vida real con las que ofrece la pantalla, para tomar dimensión del inevitable grado de manipulación de la TV. No hay que permitir que el medio gestione los ideales de la sociedad, sintetizados por el filósofo Victor Massuh en: e
l bien, la verdad, la belleza y lo sagrado. Resulta imprescindible volver a poner las cosas en su lugar: la televisión, como todo medio tecnológico, sirve para fines determinados y limitados, pero de ninguna manera debe convertirse en el principal nexo entre el hombre y su realidad. A manera de metodología, cabe preguntarse a cada momento: ¿Qué buscamos de la TV? ¿Qué esperamos de ella? Luego habrá que ver lo que nos ofrece, y comprobar si satisface nuestros deseos originales.

Esto supone un cambio radical en la forma de recepción. Supone, primero, una pregunta y una intención determinada. Y luego, una constatación. Este tipo de lectura crítica de la TV pone fin a la percepción ingenua y pasiva que ha creado el artefacto televisivo: un receptor solitario que se sienta frente al televisor sin pensar si lo que está viendo es lo que quería ver, y que incorpora las modas, los modelos y los fragmentos de realidad que le ofrece. Se trata de una percepción libre y ajustada a las verdaderas necesidades del público, una relación de uso y no de dependencia.

En síntesis, hay que reubicar al medio televisivo en su relación con la realidad. La TV no es La forma de ver el mundo, sino una más. Es sólo un punto de vista y, como todo punto de vista, susceptible de errores. 



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